Su sonrisa
de niña movilizaba a todo el que la contemplara a una travesía interna hacia
los mundos originarios de la humanidad; remitía además a la inocencia más pura
que se haya conocido. Esa sonrisa despierta, al igual que el resplandor de sus
ojos, dejaba ver eones de experiencia universal en astros aún no aprehendidos siquiera
por las mentes más lúcidas de todos los tiempos.
Todo lo que
Ella sabía acerca de esta existencia lo había aprendido de su Madre, la Tierra. Es por eso que todo conocimiento
desarrollado y transmitido oficialmente en los ámbitos de su reino era una simple
extensión de lo que la Gran Madre podía enseñar. Desde edades tempranas, a los
niños se les recordaba su comunión con todo lo que Es. La soberana tenía la certeza de que la
única posibilidad de lograr una sociedad armónica era a través de la vivencia
de las Verdades primeras.
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